sábado, 17 de marzo de 2012

El emblemático abogado que defendió a los imputados del caso bombas, fue torturado por Carabineros de Chile.


El día 15 de marzo, posterior a la frustrada manifestación de los estudiantes, el abogado Julio Cortés Morales, docente de la Universidad Central y defensor en el ‘caso bombas’, fue detenido por Carabineros que lo tuvieron a él y a más de 15 estudiantes encerrado por tres horas adentro de un vehículo policial sin ventilación, a la hora de más calor en Santiago. En el siguiente relato da los detalles de la situación y del crítico trauma que sufrió por la sofocación y deshidratación.
Art. 255 del Código Penal chileno: El empleado público que, desempeñando un acto del servicio, cometiere cualquier vejación injusta contra las personas o usare de apremios ilegítimos o innecesarios para el desempeño del servicio respectivo, será castigado con las penas de suspensión del empleo en cualquiera de sus grados y multa de once a veinte sueldos vitales.
La primera gran convocatoria de los estudiantes en Santiago para el año 2012 resultó ser una gran demostración de fuerzas donde se pueden detectar  las distintas modalidades de ejercicio del poder represivo y la manera en que serán usadas en un año que se anunciaba y está siendo bastante conflictivo socialmente.
Las distintas escenas de represión y contra-represión (policías por un lado, estudiantes por el otro) no diferían mucho de aquello a lo que nos hemos acostumbrado desde hace años.
A eso de las 11:10, desde la Dirección de Apoyo y Vida Estudiantil de la Universidad Central de Chile, casa de estudios donde me desempeño como académico en temas de infancia, me avisaron que habían estudiantes de la UCEN detenidos, y de acuerdo al encargo que quedó formalizado en enero de este año, me correspondía ir a verlos en la respectiva Comisaría para verificar su situación personal y jurídica.
Dado que territorialmente correspondía en principio que estos estudiantes estuvieran en la Tercera Comisaría de Santiago, me dirigí caminando por la Alameda hacia San Martín, con la intención de pasar primero a la Defensoría Popular para ver si tenían información sobre en qué comisarías estaban efectivamente llevando a los detenidos de esta jornada.
No alcancé a llegar, porque mientras pasaba frente a La Moneda pude presenciar cómo un grupo de Carabineros empujaba y golpeaba a cuatro jóvenes que pacíficamente y en la vereda habían desplegado un lienzo de dimensiones reducidas que demandaba “Educación gratuita”. La prepotencia y violencia del accionar policial me hicieron intervenir, pidiendo explicaciones por el mismo, y haciendo ver que su legalidad era más que dudosa. El oficial a cargo se dedicó a insultarme también a mí, diciendo cosas como “váyanse a estudiar, vagos de mierda”. Cuando le pregunté por su nombre, dado que no portaba identificación alguna, me dijo que no me la iba a dar porque no me conocía. Ante eso le pasé mi tarjeta de presentación, que él arrugó y me devolvió, tras lo cual se marchó. En ese punto le grité que estaba obligado a revelarme sus datos, y que no hacerlo era una ilegalidad, lo cual le hizo montar en cólera y devolverse hacia mí, señalando a otros carabineros ahí presentes que me detuvieran.
Cuando me estaban subiendo a un vehículo policial, este mismo oficial le dijo a un funcionario de Fuerzas Especiales cuya identificación señalaba el apellido Bocchioni, que yo estaba detenido por “maltrato verbal a un funcionario en servicio”, y además, tras mostrarle su gorra -que en el forcejeo había caído al suelo- agregó “y también por daño fiscal a esta gorra”. A Bocchioni le hice ver que la gorra se veía intacta, y por única respuesta me gritó que había pronunciado mal su nombre: “¡¡¡Se dice Bokioni, no Bochioni, porque es con dos C y una H!!!”.
Una vez que recibo el empujón final para quedar en el interior del vehículo, les digo que no es necesario que me toquen. Ante eso, un funcionario de apellido Soto me dijo en tono amenazante “Seguro que no te vamos a tocar ná”.
Hasta ahí la situación me pareció anecdótica y absurda, pero no particularmente grave. No sé si eso obedece al haber ido perdiendo con los años la capacidad de asombro. De todas formas, no tenía como intuir que lo peor estaba por venir.
En el interior había un funcionario de nombre Farías, y 4 estudiantes secundarios. Uno de ellos tenía un corte entremedio de las cejas, propinado por funcionarios policiales, a pesar de que luego le dijeron que él estaba ahí “por control de identidad”. En ese punto, y sabiendo que estos procedimientos son largos, me dediqué a conversar con ellos, informarles lo que podía pasar (ninguno había estado detenido antes), y hablar de varias cuestiones interesantes para matar el tiempo. En la amena conversación que armamos en esos instantes, ellos fueron lo suficientemente abiertos y generosos como para incorporar al sr. Farías.
Vi el reloj y me di cuenta de que ya había pasado el mediodía. El vehículo se puso en movimiento y nos llevaron al Parque Almagro, en medio de los enfrentamientos entre Fuerzas Especiales y una gran masa de encapuchados, que alcanzábamos a ver por las rendijas del vehículo.
En tres ocasiones que funcionarios que parecían estar coordinando las acciones afuera abrieron la puerta para preguntarle cosas a Farías (cuantos detenidos tenía, edades de los mismos, etc.), aproveché de hacerles ver que el muchacho con la lesión en la ceja requería atención urgente. La respuesta fue siempre la misma: nosotros no podemos hacer nada.
Estuvimos mucho tiempo en San Ignacio con Santa Isabel, y alcancé a dar aviso a algunos colegas. Uno de ellos se dirigió en automóvil a ver si podía lograr mi liberación, pero justo antes de que llegara a esa esquina el vehículo se puso de nuevo en movimiento, y luego de varios minutos se detuvo en Lord Cochrane con Eleuterio Ramírez, donde subieron a 3 adolescentes más. Uno chico de 15 años venía con un chichón de tamaño descomunal en la frente, producto del lumazo propinado al ser capturado. Informé de esa nueva ubicación a mi colega, por mensaje de texto, y una vez más estuvo a punto de llegar, pero el vehículo se puso de nuevo en movimiento. ¿Pura casualidad? No lo sé.
En una tercera parada en calles que ya no podíamos identificar, Farías se bajó y no volvimos a verlo. Subieron más adolescentes, quedando arriba un total de 17 personas (todas menores  de edad excepto yo y un chico de 18 años). El espacio debe haber sido de 2 metros por 1.5, y era casi imposible físicamente que hubiera tanta gente hacinada allí. Para empeorar las cosas, si hasta ese momento cuando no estábamos en marcha abrían un poco las puertas traseras para que pudiéramos respirar mejor, a partir de ahí la mantuvieron cerrada todo el rato.
Recuerdo que calculamos que si afuera había 35 grados, adentro debía haber más de 40. Y luego de eso, siguió subiendo. Algunos chicos empezaron a desesperarse y tener desmayos. Varias veces les grité a los 3 carabineros que iban en la cabina (uno de los cuales era el mismo Soto ya referido, y otro un tal Maldonado) que la situación se estaba poniendo crítica, y que tenían que ser razonables y por lo menos dejarnos respirar. Como respuesta a eso, luego de un rato se detuvieron en una calle que al parecer estaba cerca de Vicuña Mackenna (algunos muchachos decían haber visto el edificio de Megavisión). A esas alturas varios de los chicos lloraban, y gritaban “Por favor, sáquenme la cresta y después dejen que me vaya”. Uno de ellos estaba tan desesperado que quería hacerse una herida con un lápiz pasta para que se vieran obligados a llevarlo a un hospital. Le dije que no lo hiciera, que había que aguantar nomás. Para nuestra sorpresa, después de estacionar ahí, afuera de la Panadería Santa Clara que era el único punto identificable, los funcionarios se bajaron de la cabina y se fueron lejos, donde no podíamos verlos. Estuvimos alrededor de 20 minutos en una situación que ya era francamente infernal. Nos desvanecíamos por momentos, y la conciencia casi se iba del todo, para volver a sentirse un poco mejor después, hasta el nuevo desvanecimiento. En cada momento había unos 3 o 4 chicos desmayados.
Yo trataba de mantener la moral en alto y darles ánimo, pero luego de un rato sentí que me empezaron a temblar las manos, las piernas y la pera. No veía cómo cresta íbamos a salir de esa situación. Tras mandar mensajes de auxilio a algunos colegas y al Instituto Nacional de Derechos Humanos, cerré los ojos y ya no tenía fuerza ni para contestar mi teléfono celular. No había oxígeno, y chorreábamos transpiración. Esperé lo peor: nos van dejar solos, y alguno de nosotros se va a  morir por deshidratación extrema e hipertermia.
Finalmente los funcionarios reaparecieron, y recuerdo que tomé la cuenta: 9 veces les dije que no podíamos seguir ahí, y que me dijeran quien se iba a hacer responsable de lo que pasara. Después de 3 largas horas de algo que no puedo sino calificar como tortura, llegamos a la Tercera Comisaría de Santiago. Yo llegué desmayado y quedé tirado en el piso. Recuerdo que recién ahí me llevaron hacia la puerta del vehículo para que me sentara, y un abogado del INDH que llegó hasta ahí y les decía “es un abogado conocido de la plaza, ¿cómo lo tienen así?” logró que me dieran un poco de agua.
Después de unos minutos, ya en la Comisaría, los adolescentes parecían haberse repuesto del shock de calor, pero yo empeoré, y mientras me tenían de pie en el Gimnasio, sentí fuertes calambres en las extremidades, perdí la conciencia y caí sobre unas vallas metálicas de contención. Luego de un rato, escuchaba que algunos policías decían “está armando pura cuática”, pero otros parecían más asustados y llamaron a un paramédico. Ya todo me daba lo mismo y trataba de llevar mi mente a otros lugares que me relajaran. Mis extremidades tiritaban fuertemente y tenía ganas de gritar. El paramédico me hacía preguntas y casi no lo escuchaba. Apenas podía hablar, y le dije que necesitaba aire, y agua. El paramédico me llevó agua, pero me decía algo así como “lo que te pasa es que hay mucho calor, yo también estoy super acalorado en mi box”.
A duras penas pude desplazarme a una sala donde accedieron a que algunos abogados amigos se entrevistaran conmigo. Vi en sus caras que estaban impresionados por mi condición. Escuché que se lo hacían ver a los y las carabineros/as ahí presentes, y una de ellas respondió: “Yo veo que está en las mejores condiciones posibles”.
Luego me dejaron en un calabozo, junto con los dos estudiantes de sexo masculino de la UCEN que habían sido detenidos. Desde ahí alcanzamos a coordinar con la Defensoría Pública y el fiscal a cargo que tanto ellos como una estudiante fueran dejados en libertad ese día, en vez de ser pasados a control de detención el día siguiente (que era lo que primero se había dispuesto). La operación resultó con dos de ellos, pero uno de los chicos, estudiante de Derecho, quedó detenido hasta el otro día, por “porte de amoniaco” (un elemento que es sabido que sirve para poder despejar las vías respiratorias en medio del gas lacrimógeno, pero que según los agentes encargados de la criminalización constituía una infracción a la Ley de Control de Armas y Explosivos: ¡menos mal que los antecedentes no llegaron a la Fiscalía Sur, donde muy probablemente lo hubieran acusado de terrorista!). Asumí su defensa ayer viernes 16, y tras 29 horas de privación de libertad, su detención fue declarada ilegal…
Supe que las 16  el fiscal dispuso que yo quedara en libertad, pero recién a las 18 esta orden se hizo efectiva. Cuando me retiraba, me dijeron que iba a ser citado en su momento bajo el cargo de “maltrato de obra a funcionario de Carabineros con resultado de lesiones leves”. Quedé sorprendido e indignado, y pregunté por qué, si lo que me habían dicho al momento de la detención era “maltrato verbal”. Ante eso, me muestran un certificado de lesiones expedido por el mismísimo Hospital de Carabineros, y además me muestran ahí de cuerpo presente al funcionario “lesionado”: un tal Cabo Lagos, que ante mis consultas me mostró un parche curita en su mano derecha. Cuando le indiqué que yo no había golpeado a nadie al ser detenido, me dijo que en el forcejeo se rasmilló un poco la mano. Le señalé que si esa “lesión” se produjo al momento de mi detención, entonces no podía al mismo tiempo ser causal de la misma. Su respuesta fue impresionante: “un tribunal tendrá que decidir sobre eso”, poniendo cara de inocente mientras pronunciaba esas palabras.
Cuando le pregunté el nombre del que me había mandado detener, bajo el cargo de “maltrato verbal”, me dijo: “ese fue mi Mayor Saldivia”.
Por Julio Cortés Morales

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