miércoles, 21 de agosto de 2013

EL JARDÍN JAPONÉS.

Provincia imperial, Chile, julio de 2013


Por: Milan Mauricio Grušić Ibáñez.
De columnista de actualidad a cuentista porno.

Mardo, la típica chica de provincia, llegada a la capital. Hermosa y dulce, llena de sueños y planes para su nueva vida en una ciudad ruidosa, congestionada, impersonal y muchas veces hasta enajenante.

Les contaré que fue lo que me inspiró a escribir esta historia.

Aun recuerdo ese caloroso día de invierno, que llamaba a despojarse de los abrigos y botas, para abrir paso a algo más liviano, suave y vaporoso. Un típico veranito de San Juan que nos hizo desprendernos del exceso de ropaje.

La Mardo despertó sobresaltada, ese día en especial, por causa de un extraño calor inesperado, que recorría su juvenil y seductor cuerpo, hasta explosionar entre su delicada entrepierna sudorosa, por culpa del clima o seguramente algo más.

Ya consciente de su despertar, algo vergonzoso, lo primero que se le vino a la mente fue culpar al loco clima de Santiago por su situación corporal. Claramente, la Mardo no tenía idea de lo que le esperaba, por culpa de su calentura, en ese curioso día de invierno.

Tomó una larga ducha, para tratar de quitar el hircismo y refrescar su cálida piel, que parecía que iba a inflamarse de la nada. Curiosamente, cada vez que se enjabonaba, sentía más calor, como si su bella naturaleza expuesta quisiese decirle algo que ella, hasta ese momento, no entendía. Su mente ya no le pertenecía y era el instinto el que tomaba el poder, lentamente, haciendo que su sofoco fuese inaguantable, pero delicioso.

Como estaba sola, no se preocupó de ponerse una bata, simplemente salió del baño con la clara intención de preparar su desayuno, haciendo alarde de su largo y negro cabello sedoso, aun húmedo y chorreante. Las gotas de agua caían desde su cabello, para recorrer su figura desnuda y ceñida, con total desparpajo e impudor.  En el camino, sin pensarlo, abrió las cortinas y las ventanas, para dejar entrar el fresco mañanero, no preocupándose si algún mirón malicioso pudiere estarla observando a lo lejos. Se sentía tan cómoda que de haber podido, habría salido en cueros a la calle. “Chica mala”, se dijo. Una niña de familia evangélica no podía darse el lujo de pensar en esas cochinadas.

Luego de un exiguo desayudo, se digirió a su cuarto, para ver que podía ponerse y así salir a disfrutar de ese hermoso día. Un vestido cortísimo de tela blanca casi traslucido, que hacia lucir su hermoso color de su piel canela, fue el elegido para conmemorar ese veranito de San Juan. Pero, su mente estaba en las nubes y no se percató de que no se había puesto ropa interior. Se veía hermosa…

Como todo buen domingo santiaguino, las calles estaban vacías, ni siquiera un mendigo limosneando por la acera o un parroquiano despistado, corriendo a la misa mañanera de su congregación, una completa y holista ciudad fantasmal post-apocalíptica. Aparentemente, siendo ella la única sobreviviente del Armagedón de la semana, sencillamente, rauda y decidida, se dejó llevar por sus pies, hasta donde ellos quisieren llevarla, haciendo gala  y moviendo sus fascinantes caderas con total descaro y desvergüenza, siendo las calles y edificios, los mudos testigos de aquel evento quimérico.

Al percatarse, después de un buen rato, se vio en las cercanías del cerro Santa Lucía, en el medio de Santiago. El sol recorría desahogadamente su angelical rostro, su suave cabello aun húmedo, sus hermosas piernas y sus delicados brazos. De pronto, recordó que en ese cerro había un jardín muy bello, llamado “El Jardín Japonés”. “¿Por qué no hacer una corta visita a ese encantador lugar?”, pensó la Mardo, sin presagiar lo que pasaría.

Al llegar al dichoso Jardín Japonés, la Mardo se percató que estaba cerrado para las visitas. Su cara se entristeció y la desilusión se hizo presente, ya que no podría disfrutar ese día hermoso, en un lugar tan mágico y alucinante. Pero, curiosamente, no había nadie en el cerro, ni en el entorno del Jardín Japonés. Nada de guardias, ni jardineros, completa y absolutamente abandonado de la presencia humana, únicamente, era acompañada por las aves  silvestres del cerro y un perro callejero amodorrado por el calor del momento.

“¿Por qué no? Nadie se daría cuenta si entro clandestinamente a ese paraíso”, pensó. Y, una pícara sonrisa apareció en sus carnosos labios de hembra joven, acompañados de un enigmático brillo en sus encantadores ojos.

Ya adentro del jardín, decidió ir a un lugar alejado del acceso, para no ser vista. “Hay que ser precavida”, se dijo.

Después de recorrer, hasta ese momento, su jardín secreto, encontró el espacio perfecto para perpetuar su clandestina visita. Una vista paradisíaca, con un cielo desbordante de azul intenso, un lugar lleno de césped recién cortado, flores de muchos colores y coronado con un bello durazno en flor, algo indudablemente poco típico en esa temporada invernal. Decidió tenderse en el césped para relajarse y tratar de sacar ese calor que aun la tenia intranquila. Sin embargo, una voz en su interior le insinuó, atrevidamente, que se quitase el vestido. “¿Quién se enteraría?”. Nadie la conocía en la ciudad y tu familia vivía en un pequeño pueblito perdido, del sur de Chile.

Lentamente, fue despojándose de su diminuto vestido blanco cuando, “¡oh!”… Sorpresa… No llevaba ropa interior. Sintió, repentinamente, que era observada. Con sus finas manos, tapó sus bellos pechos y su entrepierna completamente depilada. Pensó que estaba loca, que la descubrirían y que no sabría que hacer, pero algo la tranquilizó. Nuevamente la voz la llamaba al relajo y a entender que nadie la estaba viendo, que estaba total y absolutamente sola en ese jardín de ensueño.

El sol, manifiestamente, gozaba de tal excitante espectáculo de la bella moza desnuda en el césped. Sus rayos la recorriendo con delicadeza, saboreando todas sus curvas y pliegues de su caliente y excitante figura. Sin duda era un deleite desfrutar de sus pechos libres y sin ataduras, de sus largas y contorneadas piernas, incluso de su ardiente entrepierna, que a cada segundo se dejaba ver más y más, ya que, sin darse cuenta sus piernas, lentamente, se separaban; para recibir, generosamente, los rayos del pícaro sol de invierno de ese veranito de San Juan.

El tiempo se hizo eterno, y no percibió que era medio día y aun disfrutaba en plena soledad y desnudez, en ese jardín de fantasía.

Un ruido repentino la despertó y perturbó. Alguien había pisado unas hojas secas y eso significaba que estaban observándola. “¿Quién podría ser el imprudente maldito que se atrevió a despojarme de ese seráfico y espiritual momento con la naturaleza?”, se preguntó la Mardo, molesta y avergonzada de su desnudez.

Se sentó rápidamente y trató de buscar su vestido, pero, no estaba en ningún sitio. Estaba segura que lo había puesto cerca, por cualquier imprevisto, ¡pero no estaba!

De pronto, apareció un joven mozo, de claros rasgos pascuenses, que se acercó hacia la Mardo que temblaba de espanto, terror, vergüenza e incluso excitación.

Velozmente con sus manos, taparon sus pechos y su pubis, en una reacción refleja ante tamaña vergüenza inesperada. Pero algo la horrorizó… El pascuense estaba completamente desnudo, mostrando con desenfado una prominente erección de un pene, verdaderamente descomunal. La Mardo estaba paralizada por completo, quería pedir ayuda y gritar, pero su voz no respondía ante su desgracia y su apocamiento.

La Mardo no podía entender lo que sucedía, únicamente, sentía que su bochorno se acrecentaba en su suave y delicada vagina depilada, que ya hacía notar una abundante humedad, que acompañado con los rayos del sol, forzaban presenciar un espectáculo verdaderamente divino. Sus piernas se abrían lánguidamente, contra de su voluntad. Un suspiro explosivo, fue lo único que pudo expresar en ese incomodo instante que la tenía, literalmente, con el corazón en la garganta, a punto de estallar.

El pascuense híperdotado entendió a la perfección el mensaje del joven, caliente y palpitante cuerpo de la Mardo.

El muchacho fue acercándose hasta quedar a centímetros de esa hermosa entidad desnuda, tendida en el césped. Su enorme verga erecta apuntaba directamente a la boca de la Mardo, que sin poder moverse, por la voluntad de sus deseos íntimos y secretos, sólo atinó a tomar ese mástil entre sus pequeñas manos, dejando sin protección y a la vista del cazador, su ardiente zorrita y sus duros pezones achocolatados. Nunca había tocado una pija tan grande y aunque tersa, parecía una roca hirviente. La Mardo no concebía lo que sus manos hacían, como si vida propia tuvieren. ¡Estaba masturbando a ese desconocido y joven pascuense! Le estaba haciendo una paja a ese muchacho y la Mardo  lo disfrutaba desquiciadamente.

El rostro del astuto mozo evidenciaba, claramente, que comenzaba a tomar el control de la situación y sin algo que lo impidiere, la tomó de la nuca y dirigió su pija hacia la boca abierta de la Mardo, que dejaba develar las ansias de probar semejante bocado héctico, a su disposición.

Apenas podía entrar en su boca, pero la Mardo hacia lo posible por no dejar trozo sin saborear. Un sabor salado y acido, plenamente equilibrado, la hizo perder la cordura y acrecentar la rapidez de su felación salvaje, al punto del ahogamiento.

Después de varios minutos, en un mete y saca frenético, en la boca de la Mardo, una brutal eyaculación inesperada la hizo probar el exquisito y excitante sabor de la lujuria y el morbo. No podía apreciar lo que tenía en su boquita. Tenía ganas de escupirlo, pero como pudo lo mantuvo un buen rato en su boca, para luego engullirlo, lentamente, como si de caviar Beluga se tratase.

El mozo avispado, con su pico aun duro y erecto, se puso de rodillas entre las piernas de la Mardo, para brindarle una lamida que jamás olvidaría, en su esperanzada concha jugosa. Era una realidad, un desconocido estaba entre sus piernas desnudas, lamiendo su zorrita palpitante y deseosa de un buen pedazo de carne y músculo. Habrán sido minutos u horas, pero lo cierto es que la pobrecita Mardo ya no tenía control corporal  y mental. No sólo era gozada por ese extraño visitante sino que, además, era posesa de su propia pasión y su lujuria.

En eso, un temblor inusitado y poderoso sacudió su cuerpo, advirtiéndole que había llegado su primer orgasmo y del sacudón, azotó bruscamente su nuca en el suelo, dejándola por algunos segundo inconciente, a merced del pervertido pascuense, que sin dudarlo se irguió para situar la punta de su glande en la estrecha entrada de la intimidad de la pobre Mardo. Cuando abrió los ojos, después del sacudón, se dio cuenta de lo que se venía e intento suplicarle que no lo hiciese, pero la maliciosa sonrisa del pascuense lapidó la ingenua petición de la chica.  El potente enviste del pascuense la hizo lanzar un grito agónico y curiosamente suspiroso. ¡Estaba siendo violada por un desconocido y eso parecía gustarle!

Al intentar incorporarse para poder ver a ese indiscreto invasor carnoso de su zurrita, metido hasta el fondo, la Mardo quedo casi impresionada al ver que la dura pichula del chico apenas había entrado, faltando mucho por enterrarse y cumplir su cometido perverso. Sus jugos vaginales facilitaban que el pascuense siguiese metiendo más y más su enorme trozo de carne en la pequeña zorrita de la Mardo. Un segundo orgasmo se hizo presente, con mayor fuerza, pero esta vez la chica pudo tragarse su grito y entregarse al placer.

Ya totalmente adentro de ella, el pascuense comenzó su faena, embistiendo suavemente la zorrita húmeda de la chica. El mozo se puso sobre ella y con sus enormes manos apretó las suaves y generosas tetas de la muchacha, haciendo que esta abriese sus labios carnosos, lo que el pascuense valió para besarla desesperadamente, como si se tratase del último beso de su vida. Sus alientos se mezclaron y sus salivas fluían como si de un río se tratase. La Mardo comenzó a moverse al ritmo del pascuense, que a cada rato se hacia más frenético y violento en su penetración. Ambos se abrazaron fuertemente como intentando impedir el paso del tiempo, que ese momento no acabase y que se perpetuare por décadas y siglos.

Sus cuerpo, consumadamente sudados, aparentaban estar en plena coordinación en una danza excitante de pasión y morbo, ambos desnudos, en un jardín público, en pleno centro de Santiago, culiando como bestias en celo.

En eso, el pascuense violador se incorporó y tomó a la Mardo por las piernas y la dio vuelta, boca abajo, poniéndola en cuatro patitas, con sus caderas levantadas. Innegablemente, era una posición de sumisión total de la chica, ante el intruso rapanui. Ella no podía ver que pasaba, pero sin duda el chico tenía control absoluto de la situación y vista dominante de las duras y juveniles ancas de su víctima, que sin mediar palabras le brindó cuatro fuertes palmetazos, ocasionando un quejido resignado de la moza, junto con un enfurecido ardor y enrojecimiento de su nalga. La enorme mano del pascuense quedó completamente tatuada en el trasero de la pobre chica que, humillada en esa posición, dejó deslizar una lágrima por su mejilla y una leve sonrisa de satisfacción se dejó ver de sus candentes labios, únicamente, para la naturaleza que la rodeaba.

Fue ahí cuando irrumpió su tercer orgasmo, que la hizo apretar fuertemente los dientes y poner su mano en la boca, para no develar el descontrol de tu cuerpo ante ese atrevido desconocido.

Violentos envistes dieron a entender a la chica que la follada continuaría hasta que él decidiere cuando acabar. La Mardo se encontraba en pompas, recibiendo ese enorme pedazo de carne hasta el fondo de su jugoso y caliente chorito. Pero, algo pasó que la hizo preocuparse. El pascuense sacó tu pija y la dirigió hacia su culito, que hasta ese momento era total y absolutamente virgen.

No alcanzó a decir “¡por ahí Nohhh!”, cuando recibió un poderoso enviste que la dejó con los ojos en blanco, al borde de perder la consciencia. Había sido violado su culo hermoso y más encima no podía entender que el dolor, fugitivamente, se transformó en un placer sin igual, haciendo que sus jadeos se amoldasen con cada arremetida, dejando que la saliva corriere y se deslizase libre por su pequeña barbilla.

Un cuarto orgasmo explosionó, sin previo aviso, la hizo quedar con su mejilla apoyada en el césped, su vista perdida y su mente en Júpiter, pero un par de fuertes y brutales nalgazos la hizo reaccionar y concentrarse en el placer que estaba recibiendo, como recompensa por andar desnudándose en un lugar público.

No aguantó los deseos y la Mardo comenzó, frenéticamente, a estimular su clítoris con sus delicados deditos, mientras era culiada, salvajemente, por el violador isleño. Visiblemente, buscaba el quinto orgasmo y estaba sin duda en el camino correcto, a punto de conseguirlo. Maravillosamente, el pascuense apresuró sus embestidas. La Mardo intuyó que el chico acabaría pronto. Así que se puso manos a la obra y dio paso a una feroz paja para tratar de acabar al mismo tiempo que su abusivo desconocido. Después de algunos minutos, un desahogo al unísono se hizo sentir, pues la Mardo tuvo un poderoso y larguísimo quinto orgasmo; y, su pícaro incógnito, comenzó a eyacular copiosamente dentro de su culito, haciendo sentir claros sonidos guturales de triunfo y satisfacción, ante la misión cumplida. Para la Mardo fue un orgasmo increíble que la hizo quedarse inmóvil, con los ojos cerrados, disfrutando ese hermoso momento. Ella sintió que el intruso moreno sacó su formidable pico de su culo, dejando un enorme vacío, sin impedimento para que el calido fluido espermático se deslizare por sus hermosos y turgentes muslos, mezclándose con sus propios fluidos vaginales que igualmente corrían sin freno, originando una fina escarcha de abono en el agradecido verde césped del Jardín Japonés.

Allí quedó un buen rato, con su rostro en el césped y su colita muy paradita y húmeda, como claro indicio de lo que había ocurrido. Pero algo no estaba bien, había mucho silencio y no escuchaba a su rapanui anónimo, ni siquiera la agitada respiración de hace unos segundos atrás, de aquel mozuelo sinvergüenza. Intentó incorporarse de apoco, ya que el dolor de sus músculos le recordaban lo sucedido. Estaba totalmente consumida, agotada, al borde del desvanecimiento. Pero, ¡sorpresa! El pascuense había desaparecido, no había nadie a su alrededor, estaba completamente sola. Eso sin duda la entristeció, ya que nunca pudo saber su nombre o su número de móvil, sin duda nunca más sabría de el.

Repentinamente, entendió en donde se encontraba. La razón, por primera vez en el día, se apoderó de sus sentidos y recordó que aun su escurridizo vestido estaba extraviado. “¿Qué puedo hacer en ese lugar, sola y desprotegida, completamente desnuda, reculiada y bañada en semen?”, se inquirió. Nuevamente, el espanto y la preocupación se vieron reflejados en su rostro, ya no tan inocente. Si la descubrían así podrían llevarla detenida por escándalos a la moral y las buenas costumbres o ¿peor aun?, ¡nuevamente violada!.

Recorrió el Jardín Japonés por completo, pero, horror…

Angustiada, se percató de la presencia de un viejo jardinero, que escondido había estado mirando toda la escena. El vejete, con una sonrisa socarrona le gritó “¡cochina!”, como queriendo regañarla por haber hecho semejante espectáculo público. Otramente, se horrorizo cuando vio que el fugitivo vestido estaba en las manos de ese viejo asqueroso, que además, se estaba pajeando descaradamente frente a ella. ¿Qué podía hacer una muchacha provinciana en una situación semejante, desnuda, violada, en un lugar público, frente de un viejo pajero que sostenía su vestido, su única llave para la libertad?

El sucio viejo lanza un sonido destemplado y comienzo a eyacular arrebatadamente, lo terrible de esa situación fue que utilizó el vestido de la Mardo para limpiarse. Al guardarse tu pequeña desgracia, el viejo lanzó el húmedo vestido a los pies de la chica desnuda y se marcha sonriendo y diciéndole a lo lejos “¡cochina!”.

La Mardo recogió su vestido y se lo puso. Las manchas de semen eran notorias pero no tenía alternativa. Se dirigió hacia la salida, pero a lo lejos vio al veterano conversando con tres jardineros, uno más feo que el otro. Escuchó varias carcajadas que le advirtieron de que su historia sería divulgada entre los trabajadores del cerro Santa Lucía. Su corazón y sus pasos se aceleraron, dirigiéndose presurosa hacia su departamento, donde podría estar a salvo y en una de esas recordar lo apasionado, lujurioso y morboso que fue ese veranito de San Juan, junto a su pascuense incógnito, que la hizo sentirse, por primera vez, una mujer de verdad.

(Y aquí entro yo, en esta historia de mi pobrecita amiga Mardo).

En su rápido camino a su depa, notó que alguien la seguía, razón que la hizo acelerar su paso, pero el asechador logró darle alcance y la detuvo bruscamente. La Mardo sintió que su corazón iba ha reventar de tanta emoción sufrida en ese día. Pero el desconocido se acercó a su oído y le dijo. “Hermosa, tiene el vestido levantado y andas con el poto al aire”. La Mardo suspiro de alivio, sonrió y agradeció la caballerosidad del desconocido, que sin dudarlo le dio un buen palmetazo en la nalga de la bella muchacha, que aun llevaba traza de la mano de su amante fantasma. Sin pensarlo y abundantemente ruborizada, cruzó velozmente la calle y entró a su edificio, donde por fin conseguiría la seguridad y la paz anhelada, por horas. Aunque, cuando tomó el ascensor de su edificio, pensó: “¡Este próximo domingo volveré al Jardín……!”.
                                                                                                                          
Así fue como conocí a esta delicada mocosa, de gentil sonrisa, que caminaba con su culito al aire, por las desolabas calles de Santiago en domingo. Y cuento esta historia porque soy un asiduo visitante del Jardín Japonés del cerro Santa Lucía y aunque no soy pascuense ni jardinero, soy un muy buen observador de la naturaleza y tengo plena vista del depa de la Mardo. Soy su vecino y en ocasiones un mirón malicioso...

¿CONTINUARÁ…?


Dedicado a mí querida amiga Mardo.


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