jueves, 10 de abril de 2014

DIFUNDE ESTA NOTICIA, AYUDARAS A EXPONER A UN MITOMANO.

Provincia imperial, Chile, 10 de abril de 2014.

Por: Milan Mauricio Grušić Ibáñez
"No hay nada peor que un periodista pusilánime y cobarde"

Con los años, se hace indispensable tener conocimiento de la verdad. Hay muchos sujetos que hoy en día viven de la memoria de un Chile que vivió en tinieblas por años, sujetos que fabrican historias de moralidad, crean mitos fundacionales de sus propias vidas y mienten, con el fin de usufructuar, causar daño y dividir con sus relatos.

Sujetos como Ruben Adrian Valenzuela, hoy en día, tratan de mostrarse como blancas palomas, aprovechándose de incautos para explotar la desgracia ajena y obtener un provecho económico.

Ruben Adrian Valenzuela, trabajó en la radio Magallanes hasta el mismo día del golpe de estado en Chile, el 11 de septiembre de 1973. Hace algunos años,  levantó la polémica de cómo fue salvada la cinta original del último discurso de Presidente Salvador Allende, en La Moneda, y de cómo sus antiguos jefes se atribuyeron el hecho de éste acto. Ruben Adrian Valenzuela, no sólo ha mentido por mucho tiempo, sino que pretender ser lo que sin duda nunca fue, un periodista con ética.

Su vida siguió tranquila en plena dictadura, llegando a tener cargos de importancia en el diario La Tercera de la Hora. Jamás atentó contra el gobierno de facto y fue un fiel delator de opositores al régimen militar. Hoy vive en Barcelona, Catalunya, y es corresponsal del diario La Tercera.

El relato de “Peuco” Enrique Vega, militante comunista, nos describe claramente la mente de éste cruel y oscuro personaje de Ruben Adrian Valenzuela. “Peuco” Enrique Vega y su familia, en plena dictadura, sufrieron las amenazas de Ruben Adrian Valenzuela, quien quería obligarlos a que delatasen a compañeros. Claramente, su vida nunca ha sido tan impoluta como siempre el ha manifestado.

La hipocresía de este sujeto, hoy no tiene límites al presentarse el 7 de abril de 2014 en el programa televisivo de La Red, “Mentiras Verdaderas”, con el fin de presentar su libro que relata los sucesos acontecidos el 11 de septiembre de 1973, completamente desmentidos por una investigación sería y coherente de CIPER CHILE.

Nuestra intensión es clara, la de evidenciar y exponer a éste tipo de persona que busca ganar a costas de la memoria de un Chile que aun sufre.

Esta información va con el pleno convencimiento que será difundida por España, Catalunya y Chile, y terminar definitivamente con el prestigio de Ruben Adrian Valenzuela; prestigio, que sin duda, nunca le perteneció, sino a otros que si merecen ser reconocidos.

Por los periodistas que sufrieron en dictadura, por los que sufrieron el exilio, por los torturados y por los periodistas muertos y desaparecidos. Por todos ellos hay que terminar con la impunidad de los serviles, cobardes y mitómanos que pretenden reescribir la historia de Chile.

Para nunca olvidar…

La Red, Mentiras Verdaderas: 

¿Cómo se salvó el discurso de Allende?


Conversamos con Rubén Valenzuela, quien rescató el último discurso de Salvador Allende en Radio Magallanes. No te pierdas los mejores momentos de esta entrevista en el siguiente video de Mentiras Verdaderas…








Reportaje CIPER CHILE


LA VERDADERA HISTORIA DEL RESCATE DEL ÚLTIMO DISCURSO DE SALVADOR ALLENDE

Por : José Miguel Varas en Actualidad y Entrevistas Publicado: 26.06.2008
                                                                              
Al cumplirse cien años del nacimiento de Salvador Allende, el último mensaje que pronunció a pocos minutos del bombardeo de La Moneda y de su propia muerte, ha vuelto a emerger en distintos rincones del mundo. De allí que el rescate de la cinta que lo contenía desde los estudios de Radio Magallanes, la única emisora que lo transmitió, sea un episodio histórico. Su protagonista hasta ahora era el periodista Hernán Barahona, recientemente fallecido. Pero esa historia es refutada por los testimonios que nos presenta el Premio Nacional de Literatura, José Miguel Varas: “Guillermo Ravest fue quien se dedicó junto con el radio controlador Amado Felipe a hacer numerosas copias del histórico discurso en pequeñas cintas magnéticas y fue él también quien las sacó del local de la radio, con evidente riesgo para su vida”. La controversia llegó al Tribunal de Ética del Colegio de Periodistas, el que dictó su fallo el pasado 7 de abril.

Al cumplirse cien años del nacimiento de Salvador Allende, el último mensaje que pronunció a pocos minutos del bombardeo de La Moneda y de su propia muerte, ha vuelto a emerger en distintos rincones del mundo. De allí que el rescate de la cinta que lo contenía desde los estudios de Radio Magallanes, la única emisora que lo transmitió, sea un episodio histórico. Su protagonista hasta ahora era el periodista Hernán Barahona, recientemente fallecido. Pero esa historia es refutada por los testimonios que nos presenta el Premio Nacional de Literatura, José Miguel Varas: “Guillermo Ravest fue quien se dedicó junto con el radio controlador Amado Felipe a hacer numerosas copias del histórico discurso en pequeñas cintas magnéticas y fue él también quien las sacó del local de la radio, con evidente riesgo para su vida”. La controversia llegó al Tribunal de Ética del Colegio de Periodistas, el que dictó su fallo el pasado 7 de abril.

Vuelvo a leer con emoción la crónica de Guillermo Ravest Santis, con su estilo terso y vibrante, modelo de gran estilo de periodismo, sobre el último discurso del Presidente Salvador Allende, transmitido por Radio Magallanes el 11 de septiembre de 1973, minutos antes del comienzo del bombardeo a la Moneda. Ravest, director de la emisora, fue quien se dedicó junto con el radio controlador Amado Felipe a hacer numerosas copias del histórico discurso en pequeñas cintas magnéticas y fue él también quien las sacó del local de la radio –con evidente riesgo para su vida, del que en ese momento no tuvo conciencia- y las hizo llegar a la dirección clandestina del Partido Comunista para su distribución entre los corresponsales extranjeros.

La crónica fue solicitada a Guillermo Ravest por Faride Zerán, directora de la revista Rocinante, en la que yo me desempeñaba como editor. Apareció en la edición Nº 58, de agosto de 2003, junto con un notable testimonio del periodista Leonardo Cáceres, responsable de los servicios noticiosos de Radio Magallanes. Ambos materiales constituyen un documento periodístico e histórico sobre un momento trascendental de la vida de Chile. Y por eso, me parece muy conveniente que se reproduzcan ahora en las páginas de CIPER. Conveniente y necesario, porque en torno a estos hechos y sus protagonistas se tejieron versiones erróneas.

Medio siglo de periodismo

Nacido en Llay Llay, importante nudo ferroviario de la V Región, el 3 de julio de 1927, Guillermo Ravest Santis proviene de una familia estrechamente vinculada a los ferrocarriles: su abuelo, su padre, sus tíos y otros parientes fueron todos ferroviarios. También él pudo haber seguido el recto camino de los rieles pero se enamoró tempranamente del periodismo. Con este oficio ha mantenido un romance de medio siglo, que dura todavía.

En 1950 trabajó en la agencia COPER (Cooperativa de Periodistas), creada por el veterano Albino Pezoa para dar trabajo a profesionales de la prensa “cesanteados” por motivos políticos por el régimen de Gabriel González Videla. Después, entre 1952 y 1972 trabajó en los diarios El Siglo, El Espectador, Ultima Hora y La Nación, en el Departamento de Prensa de Radio Balmaceda, en la revista Qué Pasa de Buenos Aires, en el diario Puro Chile, en Televisión Nacional y, por último, en Radio Magallanes. Junto con su esposa Ligeia Balladares, también periodista, debió partir al exilio después del golpe militar.

Ambos llegaron a Moscú en 1974 y organizaron el equipo de periodistas chilenos que produjo, bajo dirección de Ravest, los diarios programas “Radio Magallanes”, que se emitían por las ondas de la emisora estatal soviética, al mismo tiempo que los de “Escucha Chile”.

Viajaron en 1980 a México y regresaron a Chile en 1983, en cuanto sus nombres dejaron de aparecer en las listas de proscritos. Trabajaron en el diario ”Fortín Mapocho”, fuerte opositor a la dictadura. Entre 1983 y 1989, Guillermo trabajó en las ediciones clandestinas de “El Siglo”.

La pareja Ravest-Balladares reside desde hace más de 20 años en San Miguel Tlaixpán, pequeña localidad cercana a la Capital Federal de México. Ambos han seguido cultivando al periodismo y también la literatura en calidad de cuentistas y narradores casi clandestinos. Guillermo Ravest es autor de un libro de memorias titulado “Pretérito Imperfecto”, que ofrece, sin duda, enorme interés porque ha sido testigo privilegiado de un período histórico turbulento, cuyas consecuencias siguen proyectándose en el presente y en el futuro. Se espera que sea publicado pronto en Chile.

Testimonio:


“Necesito que me saquen al aire inmediatamente, compañero”


Por Por Guillermo Ravest Santis, ex director de Radio Magallanes

El golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973 me encontró en Radio Magallanes, de la cual era director, y cuyos estudios entonces ubicados en el sexto piso de Estado 235, tenían acceso por la entrada del Pasaje Imperio. A eso de las seis de la mañana, me despertó un telefonazo de Lucho Oliva, ingeniero a cargo de los equipos de nuestra radioemisora. “Chino –me dijo- ahora sí que empezó el golpe. Para que lleguemos juntos al centro te paso a buscar en mi auto, altiro”.

Aquel “altiro” demoró mucho más de una hora, razón por la cual, luego de traspasar varias barreras de militares, llegamos a Estado con la Plaza de Armas alrededor de las siete y media. Allí me despedí de mi mujer y mi hijo, quienes se dirigieron a la Comisión de Propaganda del Partido Comunista en Teatinos 416 y al Conservatorio Nacional de Música, sus lugares de trabajo y estudio, respectivamente.

Radio Magallanes ya vivía una nerviosa actividad. El periodista Ramiro Sepúlveda me informó de las novedades y de la ubicación de los reporteros en sus respectivos frentes de trabajo. Anotamos una sola baja: el redactor de los noticieros de la mañana, seguramente presa del pánico, abandonó la radio. Nunca más supe de él, en los 30 años transcurridos. En cambio, periodistas de los turnos vespertinos decidieron reforzar el equipo matinal porque pensaron, atinadamente, que allí eran más necesarios. Otros, como Hernán Barahona, reportero político en el Congreso, cumplido con su comentario de aquella mañana -como él mismo lo ha recordado-, se retiró de la radio. Desde que yo llegué a la Radio Magallanes alrededor de las 8:00 y hasta que se levantó el toque de queda, no lo vi más.

A ratos nos atropellábamos, pues en algunos momentos tuvimos hasta tres radiocontroles metidos en el estudio. En esos instantes nos acoplamos a la Radio Corporación para difundir las primeras alocuciones que hizo el Presidente Allende. Esta era una forma de coordinación que usábamos en tiempos de la Unidad Popular, bajo el nombre de La Voz de la Patria, para tratar de contrarrestar, en mínima medida, el potencial con que entonces contaba –en número y en kilowatios- el sistema radial de la derecha golpista. En tres oportunidades difundimos esa mañana, como La Voz de la Patria, las palabras de Allende alertando al pueblo sobre la sedición ya en marcha.

La madrugada anterior, fuerzas del Ejército habían dado inicio a la “Operación Silencio”. Allanaron e inutilizaron las plantas transmisoras de las radios de las universidades de Chile y Técnica del Estado y la Luis Emilio Recabarren, de la CUT. Entretanto, encabezadas por la emisora de la SNA, la red nacional de las Fuerzas Armadas de Chile atronaba con sus bandos y oficializaba radialmente el golpe militar. Por sus sostenida connivencia con la sedición sólo el Canal 13 dominaba las pantallas. En ese clima nos dimos cuenta que habíamos quedado solos en el aire. Recién habían sido acalladas la Radio Corporación, dirigida entonces por el Partido Socialista; la Portales, que venía navegando entonces la tortuosa ambigüedad de Raúl Tarud y la Sargento Candelaria, partidaria de la Unidad Popular.

Poco antes, en una breve reunión habíamos resuelto con Leonardo Cáceres, nuestro jefe de prensa, y Amado Felipe, jefe de radiooperadores, dar cumplimiento a decisiones operativas previamente acordadas para circunstancias como las que estábamos viviendo. Estábamos conscientes de que, ubicados a apenas cinco cuadras de La Moneda, podíamos ser allanados. Con todas sus consecuencias. Desde hacía casi dos horas un bando de la Junta Militar amenazaba a las emisoras que no se plegaran a la red golpista, de un ataque por “fuerzas de aire y tierra”.

Me correspondió proponer a los integrantes del pequeño equipo que debería apostarse en la planta transmisora de la Magallanes, ubicada en Renca, para tratar de seguir emitiendo en cualquier emergencia. Todos aceptaron inmediatamente. Ellos fueron: los periodistas Ramiro Sepúlveda, Jesús Díaz, Carmen Flores –reportera recién egresada de la Escuela de Periodismo de la Universidad de Chile- y el locutor Agustín Cucho Fernández.

Ya estaba en su apogeo aquel desigual combate que la propaganda pinochetista, por tres décadas, ha querido presentar como la “batalla de La Moneda”. Esa de la media docena de regimientos apoyados por un comando operativo de tres de los jefes golpistas –el Mendocita recién empezaba merecer su apelativo como arrenquín-, más el Estado Mayor de las FF.AA., tanques, cañones y helicópteros, contra un puñado de una cincuentena de patriotas. El testimonio documental de ese asalto fue investigado para la historia y la dignidad nacional por la doctora Paz Rojas, Iris Largo y otros igualmente dignos, en el libro Páginas en Blanco.

Había ido a buscar un cigarrillo a mi oficina cuando, inesperadamente, sonó la Plancha. Éste era el nombre que dábamos al teléfono a magneto, accionado a manivela, que nos comunicaba directamente con el despacho presidencial de La Moneda. Los golpistas ya habían amenazado bombardear el histórico palacio de gobierno. Contesté el llamado telefónico. Era la inconfundible voz del Presidente Allende.

- ¿Quién habla?
- Ravest, compañero…
- Necesito que me saquen al aire, inmediatamente, compañero…
- Deme un minuto, para ordenar la grabación…
- No, compañero. Preciso que me saquen al aire inmediatamente, no hay tiempo que perder…


Sin sacarme la bocina de la oreja, grité a Amado Felipe –quien se encontraba al frente de las perillas del control en el estudio- que instalara una cinta para grabarle y a Leonardo Cáceres, que corriera al micrófono a fin de anunciar al Presidente. Allende debe haber escuchado esos gritos. Le pedí: “Cuente tres, por favor, compañero, y parta…”.

Pese al nerviosismo de esos instantes, Amado Felipe –un gordo hiperkinético siempre jovial, hijo de refugiados españoles- tuvo la sangre fría o la clarividencia histórica de empezar a difundir al aire los primeros acordes de la Canción Nacional, a los que se mezcló la voz de Leonardo Cáceres, anunciando las que serían las últimas palabras del Presidente constitucional.

La tensión del momento explica por qué en esa grabación no sólo aparece la voz de Allende. A Felipe se le quedó abierto el micrófono de ambiente, hecho que aclara por qué en su original ella registrara mi voz pidiendo a gritos a alguien: “¡Cierren esa puerta, huevones!”. Los asaltantes de La Moneda, por su parte, le pusieron o añadieron su música de fondo: balazos, disparos de artillería y hasta ruidos de aviones. No eran momentos protocolares. Tras su última frase y, sin colgar, Allende me añadió un escueto: “No hay más, compañero, eso es todo”. Y como siempre ocurre en ciertas circunstancias solemnes o dramáticas, no faltó el añadido de una nota ridícula. Soy su autor. A modo de despedida le dije: “Cuídese, compañero”.

Tras haber presentado a Allende ante el micrófono. Leonardo se acercó a mi lado, junto a la Plancha. Ambos habíamos escuchado aquellas últimas palabras. Le comenté escuetamente: “Este es su testamento político. Flaco, estamos sonados…”. Con un locutor y otro periodista proseguimos la transmisión de la Magallanes. Estuvimos de acuerdo en difundir por segunda vez el discurso de Allende. Alrededor de las 10.20 de esa mañana, imprevistamente, nos sacaron del aire. Tratamos de establecer comunicación telefónica con la planta. Nadie respondió. Dedujimos que ya estaba en poder de los golpistas y nuestros compañeros muertos o detenidos.

En una breve reunión decidimos que lo único cuerdo en ese momento era desalojar los estudios. Amado Felipe, quien era el secretario político de nuestra célula del PC, y yo, decidimos quedarnos para revisar si en los estudios había papeles con nombres o menciones partidarias. Todo indicaba que un estilo de fascismo mapochino actuaba ahora desembozadamente.

Tras una despedida que no dejó de ser emocional, porque no era seguro que volviéramos a vernos vivos, varios compañeros reiteraron su fervor irrenunciable hacia la causa que encabezara el Presidente Allende. Cada uno partió a su hogar, porque ya se había hecho público que a las 14 horas comenzaba el toque de queda. Los dos compañeros de “seguridad” que nos había asignado el Comité Regional Capital del PC, prefirieron quedarse con nosotros.

Los dos días siguientes fueron agobiadoramente largos y tensos. Nos dividimos la tarea de la vigilancia de la radio, ahora convertida en ratonera, pues contaba con un solo acceso por la escalera y los ascensores. Nos esforzábamos por no ser sorprendidos si ocurría el allanamiento. Dormíamos por turnos. Volvimos a hacer una acuciosa revisión de todos los estudios. Lo más provechoso que hicimos con Amado Felipe fue dedicar muchas horas a reproducir las últimas palabras de Allende en unos pequeños carretes de cinta magnética. Así llegó el mediodía del jueves 13. Levantado el toque de queda, cerramos los estudios con llave. Nos despedimos antes de abandonar el pasaje Imperio. A Amado Felipe nunca más lo volví a ver.

Tres meses más tarde yo me asilaba en dependencias de la embajada de la entonces República Federal de Alemania, en un piso alto frente al Municipal, mediante los oficios solidarios del Agregado de Prensa Raban von Metzinger. Tuve que hacerlo porque a los generales de la Junta no les agradó que Allende los hubiese tratado en su discurso como lo que eran: traidores. Se ordenó mi detención; la evadí al costo de permanecer con mi mujer y mi hija chica, tres meses en una oficina de esa embajada y diez años en el exilio.

Aquel jueves me encontré con Ligeia, mi mujer, en Huérfanos frente al cine Central. Toda la gran manzana estaba atestada de militares armados. A ella le habían asegurado que ya era viuda, pues “a todos los de la Magallanes los mataron”. Pero algún militar que se distrajo de las interferencias telefónicas a la radio posibilitó que nos pudiéramos contactar por esa vía el día anterior. Y aunque no sabía qué podría ocurrir después, me avisó que pasaría a buscarme apenas levantaran el toque de queda. Junto con abrazarnos, emocionados hasta la pepa del alma, ella me preguntó: “¿Traes algo comprometedor?”. Cándida y honestamente respondí que no. Al menos así lo consideraba. Pero en el abrazo me delataron las cintas grabadas. Me miró como sólo ella sabe hacerlo.

-Bah, de veras –respondí- son copias del discurso de Allende.


También me sacó, entre nuevos abrazos, mi carnet del PC. Los metió sigilosamente en su bolsa del infaltable tejido. Y como dos viejos amorosos caminamos despacio hacia la casa de nuestra hija en el centro. Allí permanecimos un día. Y partimos hacia nuestra casa en Macul.

Así creí que terminaba esta historia. Pero siguió. Por medio de un “correo” envié diez de esas cintas grabadas a don Américo Zorrilla, quien participaba entonces en la dirección clandestina del PC, pues ya había recibido el encargo de repartir el resto entre el enjambre de corresponsales extranjeros que entonces pululaba en Santiago.

Nunca volví a ver a Amado Felipe, nuestro jefe de radiooperadores: incluido “democráticamente” en lista negra por los empresarios radiales y absolutamente cesante, se suicidó tiempo más tarde.

Testimonio


“El control bajó el volumen de la música y yo anuncié al Presidente”


Por Leonardo Cáceres

El 11 de septiembre de 1973 era martes y estaba nublado. Me desperté muy temprano, cuando el teléfono me transmitió la nerviosa información de un amigo que trabajaba en Investigaciones: estaba confirmado que había un levantamiento militar en curso, y en Valparaíso, la escuadra que participaba en la Operación Unitas había vuelto al puerto. Yo nunca había estado en un golpe de Estado. No sabía ni remotamente qué hacer ni de qué preocuparme.

Miraba pensativo por una ventana de mi casa, en la calle Tomás Moro, cuando vi que se abrían las puertas de la cercana residencia presidencial y tres o cuatro autos Fiat, escoltados por varias “tanquetas” de carabineros, salían a toda velocidad y se dirigieron hacia la avenida Colón. Ya no me cupo duda, algo grave estaba pasando: en uno de esos autos iba el Presidente Allende.

En mi citroneta me fui al centro, donde trabajaba como jefe de prensa de Radio Magallanes. En camino por Apoquindo y Providencia fui escuchando radio. Pasaba de la Agricultura, que emitía la marcial voz de Gabito Hernández alternada con la lectura de los primeros bandos militares y discos de Los Cuatro Cuartos, Los Quincheros y similares; a la Corporación y la Portales. De pronto escuché la voz del Presidente. Fue su primer mensaje. Él se había comunicado con Radio Corporación, como supe después.

Las emisoras de izquierda (Portales, Corporación, Magallanes, Candelaria, Recabarren y alguna más) integraban una cadena voluntaria y militante, La Voz de la Patria, que se enganchaba cada vez que era necesario para respaldar al Gobierno Popular, como réplica a la poderosa cadena de la oposición que tenía como cabeza a la Agricultura.

Llegué a la radio, en calle Estado con Agustinas, poco después de las 8. Ya estaban todos. Guillermo Ravest, el director, Eulogio Suárez, el gerente; los periodistas, los locutores. Se vivía un clima de máxima tensión, con la adrenalina a tope. Se intercambiaban las noticias con los rumores en medio de una sensación de caos. Sonaban todos los teléfonos al mismo tiempo. El Presidente volvió a dirigir al país un breve mensaje.

Hicimos la “pauta” del día sobre la marcha, envié periodistas a las sedes de los partidos y de la Central Única de Trabajadores, a la Asistencia Pública y, en especial, despachamos un móvil con tres periodistas a la planta transmisora de la Radio. ¿Quién podría asegurarnos que los golpistas no intentaran silenciar las radios, y para ello ocuparan los estudios de la calle Estado? En ese caso, la radio podría seguir transmitiendo desde la misma planta.

Muy temprano, ese día, los militares habían silenciado la radio de la Universidad Técnica del Estado. Poco después la Corporación. Asíla Magallanes quedó sola en el aire.

Redactábamos noticias a toda velocidad y las pasábamos al estudio para que los locutores las leyeran entre un disco y otro del Quilapayún o el Inti Illimani. En cierto momento entré al estudio y me quedé ayudando a leer unos comunicados de los cordones industriales y de la CUT. De pronto Ravest aparece agitando los brazos y tocando el cristal que separaba al estudio de la sala de control. En esta última había un teléfono a magneto conectado en directo con la oficina del Presidente en La Moneda. Había teléfonos similares a éste en las radios Portales y Corporación. Ravest nos dijo por comunicación interna que Allende estaba en línea y que teníamos anunciarlo de inmediato, sin esperar el final del disco que tocábamos. De inmediato. El control bajó el volumen de la música y yo anuncié al Presidente.

Ninguno de nosotros sabía que ésta iba a ser la última vez que el Presidente Allende hablara al país. No lo sabíamos, pero yo creo que sí. Era clarísimo, estaba hablando con la vista fija en los chilenos del futuro, en los que iban a sobrevivir al golpe, en los que iban a oír su voz diez, veinte o treinta años después. Allende habló para la historia.

El trabajo seguía, nervioso, en los estudios. Escuchábamos la voz del Presidente y al mismo tiempo ordenábamos los textos que se iban a leer a continuación y discutíamos con los periodistas. El radioperador había dejado abiertos los micrófonos del estudio mientras se emitía la voz del Presidente y por eso, en las grabaciones de ese histórico discurso, se oyen de fondo voces y órdenes.

Terminó el discurso presidencial y siguió la transmisión especial… hasta que alguien nos avisó que la planta transmisora había sido asaltada por un comando militar, el personal que allí estaba había sido detenido, y nosotros ya no estábamos en el aire. Nadie se fue a su casa, todos nos quedamos en la radio esperando lo que iba a venir.

Un par de horas después vimos por las ventanas de la calle Estado, que daban al poniente, a los aviones Hawker Hunter que lanzaban cohetes sobre La Moneda. Segundos más tarde, las llamas de un gigantesco incendio. Se quemaba la historia, nuestra historia, se incendiaban los símbolos de estabilidad y confianza en nuestra patria, en la democracia, en el avance hacia un país mejor y más justo. La feroz hoguera duró 17 años.

Escuche aquí el último discurso del Presidente Salvador Allende

Carta publicada por Rubén Adrián Valenzuela en The Paskin


LA VERDADERA HISTORIA DE LAS CINTAS CON LAS ULTIMAS PALABRAS DE SALVADOR ALLENDE

 Rubén Adrián Valenzuela, desde Barcelona, España.
"No hay nada peor que tener un jefe pusilánime y cobarde"      

A raíz de la polémica sobre quien grabó y sacó de Chile las cintas con las últimas palabras del Presidente Salvador Allende, el periodista Rubén Adrián Valenzuela, que en l973 trabajaba en Radio Magallanes y hoy reside en Barcelona, España, envió una extensa carta a la Editorial LOM, que no ha tenido respuesta en casi un año. Hoy damos cuenta de esa misiva con la intención de aportar luz a una cuestión que no es menor. Valenzuela dice que él grabó y distribuyó esas cintas en tanto que periodista y no militante. "Por lo tanto, esta es la historia o parte de la historia del periodismo chileno, que comienza con fray Camilo Henríquez y se prolonga hasta nuestros días.

Señores Lom Ediciones: Me he enterado que estais estudiando la posibilidad de editar un libro con el supuesto rescatador de la cinta con las últimas palabras del Presidente Salvador Allende Salvador Allende, el señor Ravest, a quien conocí en Radio Magallanes como "El Chino" Ravest.

Este compañero, a quien le brindé afecto y respeto hasta el día 11 de septiembre de 1973, era el director administrativo de Radio Magallanes (el jefe de Prensa era el periodista Leonardo Cáceres) y juntos, de madrugada, la noche del 10 al 11 de septiembre de ese año, hicimos guardia en la sala de redacción de la emisora. NO había nadie más que nosotros dos y todos los nombres que ahora comienzan a figurar, habiendo sido efectivamente parte del personal de la emisora, fueron sumándose en las primeras horas, del martes 11.

"El joven Valenzuela", como parece que dice cuando se refiere a mí en su texto, supo a las 11 de la noche del lunes 10 de septiembre que el golpe estaba en marcha. Yo era el reportero de Moneda en la Magallanes y cada tanto, en razón de mi anterior frente: Defensa, pasaba al Ministerio, donde conservaba algunos amigos (entre ellos el general Augusto Pinochet, que había sido mi instructor en un curso de corresponsales de guerra en Iquique).

Aquella noche, antes de ir a mi guardia en la Radio Magallanes, visité al Mayor Zavala, quien estaba de oficial al mando el el Min. de Defensa y se aprestaba a pasar la noche en una pequeña habitación, a la derecha de la entrada tras subir las escaleras.

El Mayor Zavala  afirmó de pronto, sin requerimiento,  que aquella noche comenzaba "un nuevo día para nuestra patria" y sugirió que me fuese a casa ya mismo, porque las cosas se iban a poner muy feas en las próximas horas.

Con esta información me fui a la Radio, donde el Chino Ravest ya estaba en su despacho y cuando le comenté lo que sabía me respondió: "Compañero Valenzuela, ¿usted cree que si hubiera un golpe militar en marcha, un mayor de guardia, sin mando de tropa, se lo iba a contar a un simple reportero de radio?

Con el correr de las horas comezamos a recibir llamadas telefónicas del norte y sur del país, advirtiéndonos de movimientos militares. Nos llamaron de Investigaciones, de Seguridad del Partido Socialista y hasta de Investigaciones, donde querían saber si el director, Alfredo Joignant, había dado señales de vida por ese lugar, pues estaba desaparecido.

Las señales eran tan claras, que varias veces insistí ante Ravest para que llamásemos a la casa del Presidente Allende para informar lo que sabíamos: "¿Despertar al Presidente para contarle un rumor no confirmado?

Ravest me prohibió hacer ninguna llamada más a ninguna persona que tuviese que ver con seguridad y con el Presidente. Yo había insistido diciendo que al menos llamásemos al ministro del Interior.

Como a las 3,00 de la madrugada me llamó la madre de uno de los marineros que habían sido acusados de intentar sublevar a la tripulación de la escuadra nacional. Dijo que un sobrino suyo, que también era marinero, había sido arrestado cuando salía franco para ir a su casa y que nada se sabía de él y se sospechaba que había sido decretada la alerta entre la tropa.

Frente a esta nueva evidencia, pregunté a Ravest, mientras él revisaba un teletipo: ¿Qué pasará esta vez si hay un golpe militar en marcha, compañero?"

Su respuesta, que me ha sonado todos estos años como una burla, fue: "Hay decisión revolucionaria, compañero Valenzuela".

Entre las siete y las ocho de la mañana del día 11 las noticias del retorno de la escuadra al puerto de Valparaíso hicieron evidente que las noticias del golpe estaban confirmadas.

Leonardo Cáceres, que había llegado a eso de las siete, cumplía una extraordinaria labor desde el micrófono, dirigiendo una emisión que llamaron "La voz de la patria".

Ravest, desde su oficina de director ordenó que si había armas entre el personal de la radio, las entregáramos a los encargados de seguridad "para que si vienen los militares a allanarnos, vean que somos respetuosos de la ley".

Confiscaron hasta las limas de uñas de las mujeres y yo tuve que entregar un cortaplumas suizo, multiusos, que había llevado desde adolescente conmigo.

Nuevamente miente Ravest cuando dice que él llamó a La Moneda, al despacho del Presidente, porque el teléfono de magneto estaba en un rincón de la sala de prensa, bajo un cartón que decía en letras de molde: "No tocar".

Cuando nos dejaron bloqueados, sin teléfonos directos, fue como un anticipo de que nos iban a silenciar. Entonces por mi cuenta y riesgo, sin saber si el teléfono de magneto estaba aun activo, giré la manivela y esperé. Tras breves segundos una voz dijo desde el otro extremo de la línea: "Habla Salvador Allende, quien llama?

-Valenzuela, compañero, en Radio Magallanes.

-¿Están en el aire todavía?

- Sí, compañero.

- Quiero hablar, no hay tiempo que perder...

Avisé a gritos a Amado Felipe, para que hiciera la conexión y mientras él hacía lo necesario, el Presidente me habló. Creía que Pinochet no estaba en la conjura y cuando le dije que el general aparecía firmando el bando número 1, respondió que le podían haber tomado el nombre, que intentásemos hablar con él.-

Amado felipe gritó: "Dile que cuente hasta tres y comience a hablar"

Yo estimé que el Presidente no tenía por qué saber que esa era una cuestión técnica de la radio y dije: "Compañero presidente, voy a contar hasta tres y entonces usted puede comenzar a hablar". Conté hasta tres pero el Presidente siguió en silencio, a raíz de lo cual grité: "¡Ya compañero, comience!

El resto ustedes ya lo saben. Mi voz, con la cuenta hasta tres y con mi grito de "Ya compañero, comience", está grabada en la cinta original, que YO saqué de la radio y llevé conmigo a la Posta Central, bajo mi camisa, tras haber sido herido en la esquina de Bandera y Alameda.

El Presidente Allende habló tres veces por Radio Magallanes. No una como se dice. La segunda fue cuando acabó la primera arenga, explicando la situación de la escuadra y su esperanza de que los comandantes en jefe del ejercito y aviación cumplieran con su deber. Cuando acabó, me preguntó si había salido bien. Luego me preguntó si teníamos una "plancha"  (equipos de comunicacion Motorola con los que estaba dotada la radio) y cuando le respondí que sí, me ordenó que me fuese a la sede de la Democracia Cristiana y tratara de sacar al aire a Bernardo Leighton, quien, según dijo textualmente: "Ayer me prometió que si había un intento de golpe haría un llamado a las bases de la DC para que se opusieran".

Luego, si nos atenemos a los hechos que he relatado, debo recalcar que yo caí herido en la calle intentado cumplir una orden del Presidente de Chile Salvador Allende.

A todo esto, en la radio, Ravest, cuando escuchó que el Presidente estaba en el aire, corrió hacía la sala de prensa, donde me vió con el teléfono en la oreja, mientras yo, con una mano, tapaba el auricular para que no se filtraran los ruidos. Me hizo un gesto de reprobación con la cabeza y en eso llamaron de la planta de la emisora para decir que tenían problemas con los carabineros que estaban allí para protegerla. Ravest gritó, casi encima del teléfono por el cual hablaba el Presidente . "¡Que saquen esa gente y que pongan otra!", cosa que también está grabada a mitad del discurso.

Allende acabó con un "Viva Chile, vivan los trabajadores" y desde el control alguien puso el disco de Quilapayun "No nos moverán", que fue interrumpido en mitad de una frase que se fue yendo en un "fade" distorcionado muy premonitorio de lo que iba a pasar.

Leonardo Cáceres, que había estado en el locutorio apareció en la sala de prensa y autorizó que yo cogiera una plancha y me fuese a la DC, despidiéndose de mi muy afectuoso: "Que no te pase nada, Valenzuela". "Yo respondí una chorrada, producto de la tensión en que estábamos: "No me van bien las chaquetas con agujeros de bala".

Al salir, Amado Felipe me dio un abrazo y un paquete, en un bolsa de papel, en la que iban las cintas (tres, pequeñas) con el original del discurso de Salvador Allende.

Estas cintas las copié mas tarde, en mi casa, en distintos formatos, pero la primera copia, en una cassette, la ocultamos de tal manera que la periodista Verónica Ahumada, hasta entonces secretaria de prensa del Presidente Allende, pudo introducírsela en la vagina y pasar con ella los controles del aeropuerto cuando salió hacia Buenos Aires. Ella entregó esta grabación a los periodistas argentinos y al general Prats, a quien visitaba con frecuencia en su casa de la calle Malabia, ya que vivían muy cerca en Bs.As.

A Verónica la pueden consultar en su actual despacho de La Moneda, donde entiendo que trabaja con la Presidenta Michelle Bachelet.

Todas estas cosas (salvo el detalle de cómo sacó Verónica Ahumada la cinta hacia Argentina) las comenté hace muchos años en el diario Pueblo de Madrid (ya desaparecido) y más tarde en una carta a El Mercurio, con motivo de una corrección a otro que se atribuyó haber conectado a Salvador Allende con radio Magallanes.

Sobre el destino de las cintas y sobre qué pasó con la "plancha" Motorola que intenté llevar a la sede de la DC me explayaré más adelante, si alguno de ustedes demuestra interés por mis notas.

A don Bernardo Leighton le comenté las instrucciones de Salvador Allende, en el Casino (o Círculo no estoy seguro) Español de calle Alameda, cuando le rindieron un homenaje con motivo de su vuelta a Chile, tras el atentado que casi le costó la vida en Italia. El exvicepresidente lloró de emoción al saber que Allende había confiado en él hasta el final y sólo dijo "a esa hora ya todo estaba perdido".

P.D.: Otras prueba de la frágil memoria de Ravest es cuando se refiere al periodista Ramiro Sepúlveda, quien salió de la radio para ir a hacerse cargo de la planta transmisora, pues se pensaba que desde allí se podría seguir emitiendo si nos silenciaban en el centro. Al llegar a la planta Ramiro tuvo un problema con los carabineros dispuestos allí para proteger las instalaciones y, puesto que allí mismo los uniformados se dieron vuelta la chaqueta, lo detuvieron y trasladaron al Estadio Nacional, de donde salió meses.

R.A.V. El de siempre 
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El ciber rostro de un cobarte:







Salud y anarkía, un T:.A:.F:.!!!








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