Ni los campos de castigo, ni la gran bomba yanqui. Hay una amenaza más directa para los habitantes de Pyongyang: el aburrimiento de los actos políticos. Lo descubrió el embajador británico John Everard cuando sirvió en el país. Siempre le preguntaba a los norcoreanos sobre qué hablaban los mítines y las sesiones de adoctrinamiento a las que debían acudir semanalmente. “No lo sé”, le contestaban, y él pensaba que era por discreción. Hasta que se dio cuenta de que no: de que al escuchar las letanías sobre las bondades del régimen, los norcoreanos desenchufaban y quedaban en estado catatónico, soñando despiertos con que ojalá hubiera un poco de carne para la cena.
Corea del Norte es un misterio. ¿Hasta qué punto aplauden sus habitantes el discurso de Kim Jong-un? ¿Puede ser que las presiones internas estén espoleando las bravuconadas bélicas contra Corea del Sur y EE UU? Difícil de contestar cuando ni siquiera se conocen los aspectos más banales de la vida en el país. Recientemente la agencia de noticias AP abrió la primera oficina internacional en Pyongyang y la comunidad internacional lo celebró como un paso hacia la transparencia, hasta que se reveló que los dos periodistas contratados habían sido elegidos de una lista propuesta por el régimen. Como vía alternativa de conocimiento quedan los refugiados huidos y los escasos occidentales que han vivido en el país, un colectivo poco parlanchín compuesto por miembros de embajadas, ONG y organismos internacionales conscientes de que violar la confidencialidad les crearía problemas. El embajador británico entre 2006 y 2008, John Everard, escribió sus experiencias en Only beautiful please (Shorenstein Asia-Pacific Research Center, 2012) tras dejar la carrera diplomática, y su editor —la Universidad de Stanford— no ha respondido a las peticiones de entrevista. La embajada española en Seúl, que se ocupa de cubrir Pyongyang, también ha declinado expresarse. Solo una fuente diplomática ha relatado sus experiencias en Pyongyang (tres millones de habitantes) a condición de no revelar ni siquiera su país de origen. Este diplomático describe una vida gris, hermética y jerarquizada. “Con todas sus limitaciones, Pyongyang es una especie de paraíso proletario. Vivir allí es un premio porque no hay hambrunas y tienes más oportunidades, así que al que deja de merecerlo le meten las cosas en un camión y se lo llevan al campo. Esa amenaza genera cierta paranoia agravada por detalles como el control de las visitas en casas. Una reunión de más de uno es una conspiración. En los sitios públicos se puede hablar, pero nada más”, explica. Su experiencia no fue especialmente entrañable. “Nada de tomarse una cerveza después del trabajo”, dice con fastidio. “No querían intimar”. El diplomático pide que no se especifique el año en que trabajó allí: “Tampoco importa. La rutina no cambia mucho ni en 3 años ni en 40”.
Everard no percibió que los norcoreanos tuvieran tantos problemas para hablar (una vez esquivado el control gubernamental), y opina que al final se acaba imponiendo sobre la tremenda timidez asiática la pasión por charlar y acumular cotilleos. Se podían establecer conversaciones de una relativa intimidad en las que abordar temas como la infidelidad conyugal o la conflictiva relación con los mayores que impone el confucianismo. Incluso le sorprendió hallar cierta candidez en sus interlocutores. Por ejemplo, al alertarles de que podía haber micrófonos cerca de su conversación, estos se reían y apuntaban que, siendo aquello Corea del Norte, seguro que estarían estropeados.
El embajador decidió recoger sus experiencias cansado de la alegría con que en el lado occidental se repetían los clichés sobre norcoreanos bajitos desfilando sumisos. Más precisamente, el embajador se fijó un enemigo: los analistas que por televisión acostumbraban a debatir sobre el lavado de cerebro norcoreano sin poner un pie en el país. Los peinados de los Kim son divertidos, de acuerdo; el culto a su persona estridente y las canciones que le dedican, de un patetismo cómico: nadie lo duda. Lo que Everard pide es no reducir a los norcoreanos a sujetos de una enorme broma. “Es un país real, donde vive gente real, cuyas vidas no giran alrededor de la política nuclear, sino de sus familias, sus colegas y las preocupaciones cotidianas”.
El resultado es un relato revelador: en el país hay grandes diferencias sociales, y a los que no pertenecen a la casta superior les ofenden los bolsos caros que lucen las mujeres de los cuadros del partido o que los misteriosos coches de lujo bendecidos con la matrícula “2.16” (en referencia a la fecha de nacimiento de Kim Jong-il, 16-02-1941) puedan saltarse las señales de tráfico. Incluso los funcionarios de clase media con los que trata el embajador viven en pisos atestados en los que es necesario desayunar por turnos. Su dieta es mala, compuesta casi exclusivamente por arroz, y tienen una desmesurada afición por el tabaco y el alcohol. Everard detecta que la omnipresente propaganda ha perdido influencia y que los ciudadanos compran solo una parte de la misma. “No se creen que las montañas bailaran de alegría cuando nació Kim Il-sung, pero les parecía de mal gusto que les preguntara por esas cosas”, cuenta. Su obra está salpicada de consejos, como que no es muy divertido ir al karaoke, donde todas las canciones versan sobre los poderes del Gran Líder. También de anécdotas reveladoras; por ejemplo, cuando es invitado a sembrar arroz en una granja colectiva. “¿No les molestan las visitas?”, preguntó a un campesino. “Qué va: cuando vienen ustedes nos dejan sacar el tractor”, respondió.
La oscuridad derivada de la falta de combustible es lo primero que sorprende. Tanto que las viñetas del cómic Pyongyang (Astiberri, 2005), del canadienseGuy Delisle, se llenan de siluetas negras en cuanto cae el sol: fantasmas que andan por una ciudad en la que solo brillan como faros para ánimas las estatuas de los líderes de la revolución. Guy Delisle, que también ha rechazado hablar para este reportaje, describe carreteras de cuatro carriles sin coches y guías que se niegan a responder a sus preguntas (bastante impertinentes, por cierto) o que lo hacen de forma escalofriante. Por ejemplo, cuando le inquirió a su traductor por qué no se veían minusválidos en la capital, este respondió: “Porque todos los norcoreanos nacen fuertes, inteligentes y saludables”. El ex embajador británico asegura que escuchó otra explicación: los disminuidos son enviados fuera de la capital por motivos de imagen.
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